Sé que va a sonar raro, pero la muerte es algo a lo que ya estoy acostumbrada. Es una afirmación que suena pedante y exagerada -y probablemente lo sea- pero he tenido que separarme de mucha gente a la que quiero desde muy pequeña.
La primera muerte cercana que recuerdo fue la de la hermana de mi papá. Mientras los adultos entraban y salían de su habitación, mis primos y yo permanecíamos enclaustrados en un especie de saloncito caluroso y seco, inundado de tonalidades marrones y ocres; un espacio que parecía tragarte y digerirte al instante. Allí no había juegos, no había televisión, no había comida. Apenas unos pocos ejemplares de Selecciones arrumados en un estante y una que otra figurita de cerámica enmendada con crazy glue. Tenía 3 años. Mi tía reposaba en una cama y tenía un tapabocas. Al poco tiempo me dijeron que había muerto, pero yo nunca lo noté. Pensé que se trataba de un viaje y que me la conseguiría en la próxima fiesta familiar. Evidentemente nunca pasó.
En 1990, el papá de mis hermanas también murió. El cáncer lo fue consumiendo hasta que quedó reducido a huesos. Recuerdo que las acompañé a donar sangre. Una de ellas se desmayó y descubrió que no podía donar sangre en adelante. Algunas semanas después, aquel señor que no llegaba a sesenta años, espiró por última vez y se entregó a la idea sensata de no sufrir más.
En 1994, viví en carne propia esa experiencia con mi padre. Luego de varios años de resistir un cáncer de próstata, las células malignas atravesaron todo cuanto podían. Su piel, sus huesos, su alma. Lucía cansado y plagado de un dolor inmenso. Sus ojos, que eran iguales a los míos, gritaban que ya, que él no era tan valiente para soportar. Y mientras lo observaba en silencio, mientras tomaba su mano o le daba de comer, yo sabía que su mirada ya no me veía; y allí empezó mi miedo. Se fue yendo, me fue dejando poco a poco. La verdad es que me rompió el corazón. Y un 19 de septiembre, escuché el grito malcriado de mi madre que le decía que debía respirar, mientras golpeaba su pecho para hacer andar de nuevo su corazón; pero ese músculo ya había hecho cuanto podía y quería descansar. No lloré allí. Creo que no entendía lo que estaba pasando. No sabía que la pastilla de las seis se quedaría en el blister para siempre. En el funeral, salí de mi estado catatónico cuando vi que venían a buscar el féretro para llevárselo. Allí lloré como nunca había llorado y como nunca he vuelto a llorar.
Siempre he creído que una parte de mi alma se fue con él. Y cuando me dicen que tengo una mirada triste, sospecho que es porque no quedó nada ahí adentro. Ni siquiera mis lágrimas son tan saladas como antes.
Y así como se fue mi padre, también lo hicieron mis dos abuelos y tres tíos. Todos en un lapso de diez años. Mucha ropa negra y consomés de funeraria. Muchos abrazos repetidos y sonrisas a medias. Miles de frases cliché y miradas cliché; conversaciones en piloto automático, suspiros programados. No hay nada que infle más el pecho de honor que el dolor digno, contenido. Es una bandera en la que se exhibe la cara más bonita del ego. Es la insignia de guerra que llevamos con orgullo en todas nuestras batallas, aunque sepamos que no estamos ganando ninguna.
Yo he perdido y seguiré perdiendo. De la misma forma que tú lo harás. La muerte no se conjuga ni en pasado ni en futuro. Es un presente que nos pisa los talones continuamente.